Probablemente entre los aficionados a la moda, y entre el público en general, Lee Miller sea menos conocida por su nombre que por uno de sus autorretratos, un
hermoso primer plano fechado en 1932 que tenía como objeto mostrar una
novedad mundial en el campo de los complementos: la primera diadema de
plástico. Quizás algunos puedan identificarla como una de las amantes de
Picasso o Man Ray, ya que junto a él desarrolló la técnica fotográfica
conocida como solarización y exploró la fotografía surrealista, pero
Miller fue muchísimo más que eso.
En realidad fue una avanzada a su tiempo en casi todos los aspectos
de su vida. Descubierta por casualidad como modelo en 1927 por Condé
Nast cuando la salvó de morir atropellada en las calles de Nueva York,
llegó a la portada de Vogue ese mismo año. Pero pronto abandonó su
carrera de modelo para convertirse en redactora de moda. El problema es
que era una desorganizada y no cumplía los plazos de entrega por lo que
Vogue dicidió aprovechar su talento convirtiéndola en investigadora e
historiadora de moda, haciéndola visitar cientos de museos. Lo que hoy
se llamaría “coolhunter”.Todos estos trabajos la llevaron a convertirse en fotógrafa, afición que cultivaba desde niña y que la convirtió en una de las pioneras de lo que hoy llamamos fotoperiodismo, en parte gracias a sus reportajes que publicó en Vogue sobre la vida de las mujeres durante la II Guerra Mundial y que son uno de los mejores y más duros testimonios de esa época con fotografías a la vez poéticas y desgarradoras.
Y es que el de Miller es uno de los mejores ejemplos de la cantidad de genios que son prácticamente desconocidas por el gran público y que merecen ser descubiertas y admiradas.
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